Oración y trabajo

Un día en la vida de un monasterio medieval

Enteramente dedicados a la oración, los monjes de la Edad Media dividían cada jornada entre los cantos en el coro, el trabajo y las discusiones en el capítulo.

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Santa Maria de Poblet. Fundado a instancias del conde Ramón Berenguer IV de Barcelona a inicios del siglo XI, este monasterio tuvo cincuenta monjes en su época de esplendor, los siglos XII y XIII.

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Los primeros grupos de cristianos que decidieron llevar una vida en común al margen del mundo nacieron en el Oriente del Imperio Romano, en el siglo IV. Esta forma de vivir el cristianismo no tardó en difundirse por Europa occidental, donde surgió el personaje considerado el padre del monasticismo europeo: Benito de Nursia (480-547). 

La orden benedictina, subdividida a partir del año Mil en dos grandes ramas, la cluniacense y la cisterciense, ejercería un gran influjo sobre las otras órdenes que se desarrollaron en la Edad Media, como la cartujana, las mendicantes (franciscana, dominica), la jerónima, los canónigos regulares (que seguían la Regla de San Agustín) o incluso las órdenes militares (templaria, hospitalaria, de Calatrava, de Santiago...). 

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Los monjes medievales hicieron de los monasterios no sólo un centro de religiosidad y de intercesión con el más allá, sino un mundo autónomo que representaba el propio universo. Desde las construcciones impulsadas por la orden benedictina de Cluny en el siglo X, los monasterios tendieron a ser autosuficientes y funcionaron como pequeñas ciudades. Su centro de gravedad era la iglesia monástica, donde se administraba la Palabra y se desplegaba un programa iconográfico que había de extasiar y educar a quienes tuvieran acceso a él. 

Pequeños mundos

En torno a la iglesia se crearon enormes complejos arquitectónicos compuestos de múltiples edificios, unidos por diversos claustros o patios, tierras de labor y construcciones auxiliares de uso agropecuario, todo rodeado por la necesaria cerca que los aislaba del exterior.

Pietro e giuliano da rimini, storie di s  nicola del cappellone di s  nicola, 1320 25 ca , funerali e apoteosi 07 prelati

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Este detalle de la decoración del Cappellone de la basílica de San Nicolás, en Tolentino, muestra a un grupo de monjes agustinos durante la oración. Obra del Maestro de Tolentino. Siglo XIV.

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Esas grandes dimensiones se justificaban por la necesidad de acoger a importantes concentraciones de personas, a veces hasta trescientas, que además de los monjes o monjas propiamente dichos incluían a conversas o conversos (como se llamaba al personal religioso que no había hecho todos los votos necesarios) y un amplio conjunto de sirvientes, que iba desde administradores hasta lavanderas, mozos de cuadra, agricultores o artesanos de todo tipo.

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Esta muchedumbre hacía posible la actividad primordial de un monasterio: la religiosa. En efecto, la dedicación a la oración era lo que definía la forma de vida monástica (la del clero regular, es decir, sujeto a una regla), o al menos así lo sostenían los monjes en su pugna histórica frente a su competidor en la empresa de salvar almas: el clero secular (el que vivía en el siglo, es decir, en el mundo, fuera del monasterio). 

En la práctica, los monasterios medievales tuvieron intereses materiales tan poderosos como los del resto de la Iglesia católica. Recibían rentas, diezmos y derechos sobre explotaciones agrarias e industriales, y a menudo ejercían poderes jurisdiccionales sobre las poblaciones de su entorno, hasta ser incluso jueces «de horca y cuchillo», esto es, con autoridad para imponer la pena capital.  

Cantigas de Santa María, Rei Afonso X  S  XIII  Página miniada que ilustra la Cantiga CIII en el códice escurialense

Cantigas de Santa María, Rei Afonso X S XIII Página miniada que ilustra la Cantiga CIII en el códice escurialense

Adoración de la Virgen por parte de los monjes. Miniatura de las Cantigas de Santa María.

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Los monjes buscaban llevar a la práctica una de las máximas aspiraciones del cristianismo desde sus orígenes: «Orar sin cesar», como había establecido san Pablo. Dada la dificultad de un rezo ininterrumpido, los monjes siguieron la práctica –ya establecida entre las comunidades cristianas primitivas– de concentrar las plegarias en momentos concretos de la jornada. 

Para ello siguieron una división horaria heredada de la Antigüedad, según la cual el día se dividía en 24 horas iguales, agrupadas a su vez en dos mitades, las horas del día y de la noche. Las horas del día se contaban desde la salida a la puesta del sol, yendo así desde la primera (el amanecer) a la duodécima (el crepúsculo), con la hora sexta justo en mediodía. Los antiguos, además, subdividían la jornada en tramos de tres horas. Así se desarrolló la costumbre de rezar cada tres horas: en la hora prima, la tercia, la sexta, la nona y la de vísperas (el crepúsculo). En el siglo VI, san Benito de Nursia convirtió esas horas en «horas canónicas» y las estableció tal y como las conocemos en su Regla.

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Claustro del monasterio románico de Silos, construido entre los siglos XI y XII.

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Las horas canónicas estaban jerarquizadas según su importancia. Así, las horas comprendidas entre prima y nona (el amanecer y la tarde), ambas inclusive, constituían las «horas menores», también llamadas diurnas. El resto componían las «horas mayores» o nocturnas, los servicios de mayor duración e importancia: vísperas, completas, maitines y laudes. 

Las ocho horas canónicas que se rezaban en los monasterios se concebían como una progresión de la oscuridad hacia la luz, en una clara metáfora de la salvación a través de la gracia divina. El ciclo se iniciaba con las vísperas (a la puesta del sol), seguían las completas y los maitines (durante la noche), las laudes (por lo común rezada al amanecer) y luego se reanudaba el ciclo con las horas diurnas, ya mencionadas.

Empieza la jornada

Gracias a diversas fuentes, entre ellas las llamadas consuetudines o costumarios, que detallan las obligaciones diarias de quienes ingresaban en un determinado monasterio, es posible conocer cómo se desarrollaba la jornada en los monasterios benedictinos entre los siglos XI y XIII. Los monjes dormían en un dormitorio común, con camastros corridos. 

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El italiano Perineto da Benevento realizó para la iglesia de San Giovanni a Carbonara, en Nápoles, unas Escenas de vida eremítica a las que pertenece esta imagen.

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Entre las dos y las tres de la madrugada, dependiendo de la estación, un monje –que se había quedado despierto o que disponía de un reloj mecánico que funcionaba a modo de despertador– hacía sonar la campana que convocaba a sus compañeros al primer oficio de la jornada. De inmediato todos se dirigían al coro de la iglesia para celebrar los maitines, los oficios más complejos y extensos. 

La asistencia a los oficios era ineludible, empezando por el que se celebraba a la hora más intempestiva, los maitines. Muchos monjes tenían miedo de quedarse dormidos. En el siglo XI, el monje Raúl Glaber contaba que una madrugada lo visitó el diablo y lo tentó aconsejándole que se quedara en la cama. «¿Por qué saltas tan rápido de la cama en cuanto has escuchado la señal? Podrías entregarte todavía un poco a la dulzura del descanso, al menos hasta la tercera señal». 

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Este bajorrelieve, del siglo XII, labrado por el Maestro de Cabestany, forma parte de la decoración del monasterio catalán de Sant Pere de Rodes.

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Otro problema era el de mantenerse despierto durante el oficio de maitines o el que seguía, el de laudes. Según las costumbres de Cluny, durante la celebración un monje deambulaba por el coro con una lámpara para asegurarse de que todos estaban despiertos, y si veía a alguno adormilado se acercaba y movía la vela delante de su cara para despertarlo. En algunos períodos del año, tras rezar las laudes los monjes volvían al dormitorio a descansar hasta que las campanas los despertaban al amanecer. Con todo, la tendencia en los monasterios fue a espaciar los oficios nocturnos para no interrumpir demasiado el necesario sueño.

Nada más levantarse al alba, los monjes realizaban el servicio de prima. Los oficios diurnos eran más breves que el resto e incluso no había obligación de asistir al coro, pues se podían realizar individualmente, interrumpiendo el trabajo que en ese momento se estuviera haciendo. Entre prima y tercia había un período que los monjes aprovechaban para ponerse el calzado diario, lavarse las manos y la cara –el baño integral se reservaba para las ocasiones especiales, no más de tres al año, lo mismo que el afeitado– y realizar diversas tareas antes del siguiente oficio, el de tercia. Inmediatamente después de ésta se celebraba una misa matutina.

Tiempo de debate

Después de la misa, todos los monjes se reunían en el capítulo. Sentados en sitiales (asientos pegados a la pared) y bajo la presidencia del abad o el prior, los monjes escuchaban la lectura de una lección o un capítulo de la regla, discutían las cuestiones económicas que los afectaban a todos y examinaban las faltas de disciplina que hubiera cometido alguno de ellos. 

Manuscript Illumination with Singing Monks in an Initial D, from a Psalter MET sf12 56 4s1

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Monjes orando en un manuscrito italiano del año 1500. Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.

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El ambiente no era siempre de serenidad monástica, si hemos de creer lo que decía un cisterciense de sus rivales cluniacienses, quienes aprovechaban el capítulo para «aplicarse a las distracciones y al parloteo. Se sientan –pues se demoran tanto tiempo en el capítulo que no podrían permanecer de pie– y todo el mundo habla con todo el mundo de cualquier cosa. Las habladurías vuelan en un sentido y luego en otro y como todos hablan con su vecino se produce una formidable algarabía como entre los habituales de una taberna o en medio de un tugurio lleno de borrachos.

A veces se ponen a gritar en la sala capitular, uno se precipita sobre el que le ha dicho una mala palabra durante la conversación, de la disputa se pasa a las amenazas y los insultos, hasta que se hace necesario golpear sobre la mesa para convocar la asamblea de los monjes a un segundo capítulo».

Paolo uccello, orologio di smf

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Reloj por Paolo Uccello. Siglo XV. Catedral de Florencia.

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Tras el capítulo, y hasta la hora sexta (mediodía), los monjes se dedicaban al trabajo en aplicación del célebre lema benedictino: ora et labora, «reza y trabaja». La tendencia fue que los trabajos manuales más duros o rutinarios los ejecutaran sirvientes laicos, mientras que los monjes desempeñaban los servicios comunitarios según los oficios que les correspondían en el monasterio, generalmente rotatorios. 

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Por ejemplo había claveros encargados de vigilar las puertas del monasterio, cantores que enseñaban música y dirigían el canto en los oficios, cillereros o administradores de la despensa, enfermeros, refitoleros que organizaban el refectorio o comedor, obreros o fabriqueros que estaban al tanto de las obras, etcétera. Otros realizaban tareas intelectuales, como la escritura o copia de libros en el scriptorium. 

El yantar de los monjes

Tras el oficio de sexta, a mediodía, se celebraba la segunda misa del día. A continuación, los monjes se reunían en el refectorio para tomar la comida principal de la jornada, el yantar, pues además del alimento espiritual, era necesario el físico. La comunidad religiosa realizaba dos comidas diarias. 

Sodoma   Life of St Benedict, Scene 31   Benedict Feeds the Monk

Sodoma Life of St Benedict, Scene 31 Benedict Feeds the Monk

Monjes comiendo. Escena de la vida de san Benito. Fresco de la abadía de Monte Oliveto Maggiore, en Italia.

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Así, el capítulo XLI de la Regla de San Benito establece que durante la Pascua los monjes comerán a mediodía (hora sexta) y cenarán al anochecer (hora de vísperas); en cambio, desde Pentecostés hasta el final del verano, los miércoles y viernes no se probará bocado hasta la tarde (hora nona), y el resto de los días se comerá al mediodía; desde mediados de septiembre hasta el principio de la Cuaresma comerán por la tarde, y durante la Cuaresma se ayunará, rompiendo la privación en la cena, que tendrá lugar al anochecer. 

Monk sneaking a drink

Monk sneaking a drink

Monje bebiendo de un tonel. Manuscrito del siglo XIII, Biblioteca Británica.

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Los monjes tenían estipulada una cantidad moderada de vino (mezclado con agua) que podían tomar al día, pero no las monjas, a quienes se les prohibía por la asociación misógina de las mujeres con las bajas pasiones. Lo que no se permitía –así lo afirma a comienzos del siglo XII el monje y filósofo Pedro Abelardo– era el consumo de vino puro, mezclado con miel o bien condimentado con especias como la canela, «preparados» que se dejaban a los enfermos. Esta dieta, que llegó a ser insana, se vengó en forma de gota, enfermedad relativamente frecuente ente los monjes, pero no entre las monjas.

Tras el almuerzo, los monjes podían echar una siesta, especialmente en verano, antes de realizar el oficio de nona, al que seguía un nuevo período dedicado al trabajo o el estudio. Los monjes podían aprovecharlo para dar un paseo por el claustro o ir a su celda, un espacio que no se usaba para dormir –ya hemos visto que había un dormitorio común–, sino para realizar las obligaciones particulares que precisaban recogimiento o bien para leer.

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Colegiata de San Isidoro de León, iniciada en 1063 por Alfonso V y terminada en el siglo XII.

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A la puesta del sol se celebraba el oficio de vísperas, más largo que los anteriores. La jornada concluía, ya de noche, con el servicio de completas, tras el que los monjes se encaminaban al dormitorio para descansar unas horas antes de que la campana los volviera a despertar en plena madrugada para una nueva jornada de oración, trabajo y estudio.