«La guerra es un asunto demasiado serio como para dejarla en manos de los militares». La ingeniosa frase pronunciada por el que fue primer ministro de la Tercera República Francesa, Georges Clemenceau, se ha hecho realidad muchas veces a lo largo de la Historia con chapuzas como la carga de la Brigada Ligera, el desembarco de la bahía de Cochinos, la batalla entre miembros del mismo ejército en Karánsebes, etc. Hoy vamos a ver otro caso menos conocido que tuvo lugar durante la Segunda Guerra Mundial: la Operación Wikinger, en la que la que un avión de la Luftwaffe hundió dos barcos… de la Kriegsmarine.

Los tragicómicos hechos tuvieron lugar en febrero de 1940, el mismo mes en que, paralelamente, los soviéticos lanzaron una ofensiva contra los finlandeses en su Guerra de Invierno, Gandhi se reunía con el virrey de la India y, en otro orden de cosas, Walt Disney estrenaba Pinocho. El escenario fue el entorno del Dogger Bank, un gran banco arenoso (17.600 kilómetros cuadrados) situado en el centro del Mar del Norte, a un centenar de kilómetros de la costa británica; un importante área de pesca, rica en bacalao y arenque, que atraía a muchos arrastreros a faenar en sus poco profundas aguas.

Los alemanes sospechaban de aquella actividad y consideraban que algunos de aquellos barcos eran en realidad lo que llamaban vorpostenboot, es decir, buques de avanzada, mercantes o pesqueros reconvertidos y debidamente armados que se empleaban en labores de reconocimiento, escolta y tendido de minas (o guiando a su flota entre zonas minadas). Dado que la Luftwaffe también había reportado la detección de submarinos en la zona, el alto mando decidió organizar una escuadra que eliminase la presencia enemiga allí, bien hundiendo las naves, bien capturándolas.

Extensión del banco Dogger por el Mar del Norte/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Para llevar a cabo la operación, bautizada con el nombre de Wikinger (Vikingos) se destinaron seis unidades de la 1ª Flota de Destructores: Friedrich Eckoldt, Richard Beitzen, Erich Koellner, Leberecht Maass, Max Schulz y Theodor Riedel, todos con tropas embarcadas adicionales a las tripulaciones ante la posibilidad de apresar al enemigo en vez de destruirlo. Fijémonos especialmente en los tres últimos, pues iban a ser los afectados por el despropósito que les esperaba el 22 de febrero y ya contaban con antecedentes poco halagüeños.

El Z1 Leberecht Maass, de la clase Zerstörer 1934, era un buque bautizado así en honor del contraaalmirante homónimo caído en la batalla de Heligoland, durante la Primera Guerra Mundial. Fue el primer destructor alemán construido después de la contienda, botado en Kiel en 1935, participando en el bloqueo de Polonia -durante el que resultó alcanzado por fuego enemigo, que le causó cuatro muertos y otros tantos heridos- y en la caza de mercantes británicos, como respuesta al incidente del Altmark.

Gemelo suyo era el Z3 Max Schulz, botado el mismo año que el otro y más desafortunado. En agosto de 1939 chocó con un torpedero, matando a dos de sus hombres e hiriendo a seis; en el destructor nadie resultó dañado, pero tuvo que ser remolcado a Swinemünde para repararle la proa; allí estaba todavía cuando estalló la guerra. Más tarde, durante una misión anticontrabando, le explotó una turbina, quedándose sin energía en alta mar hasta que lo pudieron arreglar.

Dibujo del destructor alemán Z1 Leberecht Maass/Imagen: Alexpl en Wikimedia Commons

En cuanto al Z6 Theodor Riedel, era más moderno, botado en 1936, lo que no le libró de algunos incidentes: en 1937 encalló frente a Heligoland y sufrió una avería mientras minaba la costa británica, antes de que le tocase vivir uno de sus peores momentos en la Operación Wikinger. No salió tan mal librado como sus predecesores y posteriormente pudo intervenir en no pocas acciones -aunque sufriendo daños-, caso de la toma de Trondheim o la batalla del Mar de Barents, hasta que al acabar la contienda pasó a engrosar la Armada Francesa trocando su nombre por el de Kléber.

Lo normal hubiera sido que ese grupo de combate fuera acompañado de apoyo aéreo, pero Hermann Göring, jefe supremo de la Luftwaffe, se había negado a ceder aviones para formar una Marineflieger, por lo que la Marina alemana no tenía asignada una y dependía de la fuerza aérea. Así lo solicitó; sin embargo, la Luftwaffe planeó su propia operación con dos escuadrones de bombarderos Heinkel He 111, pertenecientes al X Fliegerkorps. Era un cuerpo que solía realizar ataques contra la marina mercante británica desde que el 14 de febrero Alemania la declarase objetivo militar, aunque también hacía incursiones en su litoral.

Sin embargo, no se informó a la Kriegsmarine de la misión complementaria porque el Fliegerkorps, que prácticamente operaba por su cuenta, no tenía las funciones de reconocimiento que pedía la marina. A la vez, los aviones, que inicialmente habían planeado una incursión a Inglaterra, no fueron avisados de la presencia de los destructores germanos porque se temía que el enemigo interceptase las comunicaciones; ya habían despegado cuando se supo la coincidencia. Esa descoordinación iba a resultar cara.

El Z3 Max Schulz en plena navegación/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

La flotilla de destructores zarpó del puerto de Wilhemshaven el 22 de febrero; iba al mando del comandante Fritz Antz Berger, un oficial prusiano que llevaba navegando desde 1917 y había sido condecorado con dos Cruces de Hierro. Los buques, con el Friedrich Eckoldt como nave capitana al frente, navegaron por un canal secreto libre de minas llamado Westwall durante once kilómetros, si bien los destructores británicos Ivanhoe e Intrepid se las habían arreglado para minar su tramo final. No obstante, y pese a que no aparecía la escolta de aviones solicitada, el mar estaba en calma, el cielo despejado y en breve esperaban salir de esa peligrosa zona.

Hacia las siete y cuarto de la tarde uno de los Heinkel, perteneciente al II Gruppe Kampfgeschwader, sobrevoló la escuadra a baja altitud. Sus tripulantes apenas habían recibido formación en la observación aérea de barcos y en principio, a la luz de la luna, únicamente vieron uno que no supieron identificar, tomándolo por un mercante de unas cuatro mil toneladas. Recordemos que los aviones no habían sido informados de la presencia allí de los destructores y dado que, por otra parte, tenían orden de atacar sólo si el contrario se mostraba hostil, el piloto del Heinkel decidió acercarse. Desde el Max Schulz creyeron ver la cruz germana en las alas, pero…

Dibujo del Z6 Theodor Riedel/Imagen: Alexpl en Wikimedia Commons

El problema fue que las señales que enviaron los buques no fueron respondidas, así que éstos lo tomaron por un avión enemigo de reconocimiento y empezaron a disparar sus armas antiaéreas, lo que fue respondido con fuego de ametralladora. El Heinkel viró y luego regresó, lanzándose por popa contra el Leberecht Maass para arrojarle cuatro bombas. Una de ellas explotó entre el puente y la primera chimenea, dejando la nave tan maltrecha que tuvo que pedir ayuda por radio a los demás. Éstos recibieron la orden de continuar la marcha mientras el buque insignia, viraba en redondo para acudir en auxilio del Leberecht Maass. Eran las ocho menos cuarto.

El Friedrich Eckoldt estaba ya a menos de centenar y medio de metros cuando una segunda pasada del avión alcanzó de nuevo al Leberecht Maass con dos bombas, provocando una gran explosión que lo partió por la mitad y lo echó a pique. Dada la escasa profundidad -unos treinta y seis metros-, tanto la proa como la popa afloraban sobre la superficie, lo que facilitó el rescate de los supervivientes porque, además -y afortunadamente-, el Heinkel se fue sin percatarse de que había más barcos. Sin embargo, no habían terminado las desdichas; quince minutos más tarde, recién pasadas las ocho de la tarde, se produjo una nueva desgracia.

Los otros buques acudieron a ayudar y continuaban las labores de rescate, con la colaboración del Erich Koellner, cuando se oyó otra fuerte detonación. Esta vez le había tocado al Max Schultz, que se hundió como una piedra, pero no como resultado de un ataque aéreo, ya que no había aviones a la vista. En aquellos momentos reinaba la confusión y no se sabía la causa, así que se pensó que había sido un torpedo; hoy se cree que fue una mina, pero en medio del desbarajuste, con barcos perdidos y decenas de marineros en el agua, los destructores iniciaron maniobras evasivas ante la posible presencia de submarinos, dejando solo al Erich Koellner.

El destructor Z16 Friedrich Eckoldt escoltando en Trondheim al crucero Admiral Hipper, buque en el que se reunió la comisión de investigación de los sucesos del 22 de febrero/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Éste se dirigió entonces hacia el lugar del hundimiento del Max Schultz, pero, al ir a toda máquina, un bote con náufragos que había logrado atar al costado de babor volcó y sus ocupantes se ahogaron. El destructor alcanzó el punto a las ocho y media, justo cuando volvió a darse la alarma antisubmarina, cualquier resto flotante del naufragio se confundía con un periscopio. Siguiendo la ley de Murphy, el apresurado lanzamiento de cargas de profundidad por parte del Theodor Riedel hizo que la onda expansiva de los estallidos dejasen inoperativo su timón temporalmente, navegando en círculo. Finalmente, tras aquella media hora de caos, el comandante Berger ordenó la retirada de todas las unidades para que el Erich Koellner pudiera operar sin obstáculos.

Terminó a las nueve y cinco, ya con plena oscuridad, habiendo recogido 60 supervivientes únicamente – uno de los cuales murió durante el regreso-, lo que significaba que 578 marineros habían perdido la vida, buena parte de ellos por la gélida temperatura del agua en la media hora perdida en buscar submarinos; en realidad, hay que sumar uno más, un miembro de la tripulación del propio Erich Koellner que falleció cuando la roda del buque embistió la lancha desde la que trabajaba en el rescate. Del Max Schultz no se salvó nadie. La flotilla fue arribando al puerto de Wilhelmshaven a lo largo de aquella fatídica noche y por la mañana se envió el preceptivo informe.

Una comisión de investigación reunida a bordo del crucero Admiral Hipper concluyó que nunca hubo submarinos en aquel área, ya que estaba minada, achacándose los hechos precisamente a las minas. En el caso del Max Schulz, se dio por seguro; en el del Leberecht Maass, se ignora todavía hoy si el golpe de gracia se debió a una bomba del Heinkel, a una explosión interna provocada por la primera o también a una mina. El hecho de que ningún oficial de ninguno de los dos barcos sobreviviera y que Göring, jefe de la Luftwaffe, no se mostrase colaborador, agravó las dificultades informativas.

Fotografía de un Heinkel He 111/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

En definitiva el episodio se saldó con que la Kriegsmarine perdía sus primeros destructores en la guerra, con el baldón de que había sido por fuego amigo. No se exigieron cuentas a nadie ni se asumieron responsabilidades.


Fuentes

Michael Emmerich, Unternehmen Wikinger (en German Kriegsmarine Encyclopedia) | Gerhard Koop y Klaus-Peter Schmolke, German destroyers of World War II: warships of the Kriegsmarine | Paul Kemp, Friend or foe: friendly fire at sea 1939-1945 | Wikipedia


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